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5 de julio de 2015

A veces no hace falta entender

Siempre me gustó explotar mi costado racional. Tiendo a analizar (a veces en exceso) las cosas, personas y situaciones, quiero entender cómo funcionan. Cuando un tema me interesa, hablo con gente que sabe del tema, busco información en internet, consigo libros y artículos para leer, a veces demasiados. Una especie de hoarder, pero no de basura, sino de información. Quiero entender todo.

Allá por el 2010 me acerqué a un centro de Yoga pensando que sería una buena opción para corregir la postura, y remediar mis migrañas. Yoga me encantó desde el primer momento, y siendo un tema que me interesaba, obviamente empezó la acumulación de información: libros, videos, artículos, cursos. Aprendí mucho, aunque mi práctica personal se limitó casi siempre a las clases que tomaba en el centro. En el 2012 hice un año del profesorado, como una manera de aprender más, ¡siempre más información! Obviamente que no todo fue teórico, al mismo tiempo fui experimentando el Yoga a nivel físico y emocional: observé cambios en mi cuerpo, aprendí a relajar ciertos músculos cuando quería, y a usar la respiración para reducir estados de ansiedad. Todo respaldado por alguna explicación racional.

Pero hubo ciertos momentos en los cuales me pasaron cosas que no pude entender. Hacer Sirsasana sin soporte por primera vez y experimentar una inexplicable sensación de ligereza. Sentir mucho placer físico al relajar el abdomen en Viparita Karani. Que me invada la angustia al intentar abrir las caderas en Upavista Konasana. Asumí que tenía que ver con el tipo de postura, pero no siempre las sentía con tal intensidad, entonces no me terminaba de cerrar. Hasta la semana pasada....

La profesora había elegido una serie de apertura de caderas. Supe que iba a sufrir, porque me cuestan mucho; los demás yoguinis suelen flexionarse (algunos más, alguno menos) sin mayores problemas, y yo me quedo erguida como un playmobil. Al primer intento de Upavista sentí como la angustia trepaba desde mi abdomen, hasta anudarse en mi garganta. Lo primero que se me viene a la mente en estos casos es "Uy, qué angustia, mejor aflojo así no lloro"; supongo que es mi lado racional y estructurado, que teme perder el control de la situación. Pero esta vez no aflojé, exhalé largo y dije "que venga si tiene que venir". Y exploté en llanto. Un sollozo angustioso y desesperado. Lágrimas me corrían por la cara mientras intentaba acercar, sin éxito, mi abdomen al piso. Pasamos a otra postura, similar pero no tan intensa. Las lágrimas seguían brotando. tuve ganas de irme de la clase. Pero me quedé. Cuando volvimos a la postura inicial, algo distinto ocurrió. Era como si me hubieran destrabado las caderas, no mucho, pero ahí estaba, la flexión que tanto me costaba finalmente había llegado. La profe me asistió por detrás y avancé un poco más. De vuelta el nudo, de vuelta soltar. Exhalar y soltar, soltar mucho más, no darle bola al miedo. Llorar, pero esta vez no era angustia, era una felicidad extraña. Durante la relajación percibí todo mi interior removido, apaleado. Terminé la práctica agotada, física y emocionalmente, pero raramente feliz.

Algo había pasado, algo se transformó. 
No lo entiendo, creo que no logro expresarlo con palabras. 
No sé de dónde vino, no sé cómo va a terminar. 
Pero lo importante es que algo cambió. 
Y finalmente lo entendí: a veces no hace falta entender.

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